Los hechos son individualmente únicos, y encontramos en su anclaje histórico y cultural algo más que una huella. En cada suceso reside la evidencia de la existencia humana que lo nota y registra. La fotografía ha sabido bien encargarse de esta documentación, pues expresa y contiene en sí un fragmento de realidad.
La fotografía mortuoria se nos presenta como una práctica muy inusual en nuestra época, pero en otra época era una práctica cuyo valor llegó incluso a sobrepasar al del retrato ordinario.
Desde la Edad Media la representación iconográfica se ha ocupado de nociones que hoy nos parecen macabras, pero que responden a una identidad cultural altamente relevante. Las pinturas, grabados y otras formas de arte de la época se ocupaban de representar la muerte, o al muerto, de algún modo u otro. Desde la mitad del siglo XIX, ya con el daguerrotipo, esta práctica era algo habitual.
Una Costumbre Antigua
Quizás porque era la manera más fehaciente de recordar al difunto, pero además porque era el resabio de una tradición cristiana muy antigua que se mantiene en nuestras raíces latinas como parte de nuestra herencia hispana. Antiguamente no existía el rechazo que sentimos hoy por una imagen de este tipo, ni mucho menos esta sensación culposa al respecto. Resulta muy interesante, de hecho, que este género fotográfico es el único que ha desaparecido casi totalmente, cuando la mayor parte de los otros, si bien se han adaptado o perdido parte de su sentido, continúan vigentes.
A lo largo de su trayectoria los medios de comunicación masiva no han escatimado en imágenes sobre las guerras, masacres, asesinatos o accidentes, y aunque hoy estas imágenes han perdido su cariz publicable, o noticioso, toneladas de agua han pasado bajo este puente, dejándonos inmunes o quizá habituados a la muerte masiva o pública. Contrariamente a esta muerte, es justamente la muerte privada la que hoy nos parece algo lúgubre o censurable. Sin embargo en el período decimonono las fotografías post mortem gozaban de un prestigio tal que llegaban a ser más costosas que el retrato común. Esto porque las condiciones de producción eran complicadas, pues incluían visitas a domicilio del fotógrafo y muchas veces una preparación ardua del cuerpo.
Aunque la costumbre romántica acostumbraba a retratar al muerto como si durmiera -por todo un tema del carácter pacífico que implicaba la muerte para la familia-, la herencia medieval solía retratar el cadáver «como si este aún viviese». Esto implicaba un gran trabajo de maquillaje, vestimenta y un proceso de producción simbólica que demandaba una gran cantidad de trabajo. Posteriormente con la expansión de esta técnica, que en origen estaba reservada a las clases más altas y medias por su costo, los servicios fúnebres, a cargo ahora de empresas especializadas, incluían el maquillaje y preparación para la fotografía, liberando al fotógrafo o la familia de esta labor. Este intento de aparentar la vida significaba a veces la coloración manual de las copias de las fotografías.
Posteriormente, y de la mano con la pérdida gradual de esta noción romántica de la muerte, la fotografía no necesitaba simular que el difunto estuviese vivo, sino que se contentaba con registrar el momento. Claramente esto significaba también la pérdida de una cierta noción de «arte» en el retrato, pues en muchos casos, ya sea por motivos estéticos, aunque mayoritariamente era un tema de tradiciones, los cadáveres y el sepelio total eran elaborados con suma precaución y cuidados, pues el registro debía representar al muerto, su potencia, el haber de su familia y básicamente captar su esencia total.
Cuerpo y Conservación
La condición misma de ser retratado pone siempre al cuerpo en una posición fundamental, pues constituye el objeto del retrato, y en ocasiones al sujeto mismo. Las sociedades tradicionalistas, que fueron responsables del alto sitio en que estaba el retrato mortuorio, no distinguen al cuerpo de la persona misma, a diferencia de la costumbre moderna o individualista posterior. Pero en aquella época el cuerpo tenía extrema importancia, y conservar el cuerpo era, de cierta manera, conservar a la persona. No es de extrañarnos entonces, la importancia de lograr un retrato óptimo del muerto, pues este trabaja casi como un objeto transicional, una manera de lidiar con el abandono de la persona, manejar la pérdida. Justamente es por esto aquella obsesión por captar más que un simple cuerpo, sino la esencia misma, la identidad, la persona, y en convertir a la imagen del muerto, en una «imagen viva».
Angelitos y escaleras de papel
La costumbre cristiana nos enseña que la muerte de un niño bautizado le aseguraba al infante el paso directo al cielo para convertirse en un angelito. De ahí la costumbre antigua que aún existe en algunas zonas rurales de nuestro país, especialmente al sur, donde el velorio de los niños es mucho más que una simple reunión de familiares y coronas de flores. Los angelitos eran motivo de regocijo, pues al margen del dolor de los padres y familiares, significaba para la familia un vínculo directo con Dios, y alojarlo (el niño, vestido de blanco, maquillado, adornado con escaleras de papel al cielo) era trasladado de casa en casa para la celebración respetuosa de su fallecimiento. La fotografía de tal suceso es, por supuesto, una evidencia, un objeto de superación, y una muestra del vínculo con lo sagrado, por lo que es luego exhibida orgullosamente en los muros de la casa.
Actualmente, estas prácticas son todas consideradas vetustas, macabras o sencillamente patéticas, pero esto responde a varios elementos; por un lado está el hecho que al fotografía ya no tiene por labor captar estos momentos pues está traspasada a otra serie de hechos que registrar, pero sobretodo tiene que ver con el cambio que ha experimentado el significado de la muerte para la sociedad, que ya no la tolera como algo sagrado, sino como un tabú, y el cuerpo del muerto no es metonímicamente la misma persona, sino que se considera como un mero envase indigno de ser alabado.
Abu Ghraib: fotografía digital, tortura y arte.
Un caso no muy alejado de la temática fotografía y muerte, son las fotografías sacadas en la prisión Abu Ghraib en Irak.
Se dice que la fotografía deja grabado un momento que ya pasó, y es en relación a tal hecho como debe ser juzgada. La fotografía de guerra en general puede ser interpretada desde varios ángulos, entendiéndola como un registro que involucra una acción de gran importancia social y por ende registro invaluable en cuanto justicia y memoria histórica. Además tal fotografía también es una creación artística que debe ser apreciada como tal. Dentro de esta conjugación, tales reproducciones deben ser observadas delicadamente.
La muerte en la guerra es un mal soberano. Los participantes de esta tienen esa opción constantemente en su devenir. La vejación que implica la tortura dentro de la institucionalidad de la guerra en nuestros tiempos no es popularmente aceptada pero ocurre.
Los miembros del ejército de Estados Unidos que tomaron fotografías a los actos de tortura que realizaban, no lo hacían con la intencionalidad de un fotógrafo de guerra, lo hacían con una visión distendida y turística de lo que se estaba realizando. No era intención de ellos mandar las fotografías a medios de comunicación, solo eran registros de estatus personal que la calidad digital envió al resto del mundo. Y los ojos del mundo juzgaron tales actos.
Lo interesante de este caso es que fotografías, tal como se señaló anteriormente, que tienen como destino la entretención el registro de mirada turística y no la intencionalidad y fin que poseía la fotografía de guerra históricamente, sean entendidas primeramente por los noticiarios como un elemento de información y difusión y finalmente sean llevadas a exposiciones en museos en la misma calidad que los trabajos de fotógrafos especializados en el área. Quien captura es en este caso es el ejecutante del hecho retratado y el artista es el castigado por motivo de su obra.
Lo esencial de la fotografía en la crónica roja
La crónica roja existe desde los inicios de la prensa escrita. Sin embargo, las discusiones que sobre ella surgen se suscitan en el siglo XX, debido a la ética que establece el periodismo para su ejercicio.
Lo cierto es que además de la morbosidad, obscenidad, marketing, etc., de la crónica roja, esta surge de lo que pasa en la calle y de un consumo notable por parte del lector. No es menor que sean los periódicos de pueblos pequeños, los que aun mantengan en la mayoría de sus planas la crónica roja con los nombres de los vecinos de la propia localidad, con un menor tipo de censura.
También es necesario recalcar que este tipo de prensa recurre a un lenguaje mucho más cercano al lector y de una manera lúdica que exagera la información para causar mayores sensaciones.
Pero que es una narración de imágenes morbosas sin una muestra grafica de ellas. La fotografía en crónica roja es fundamental. Es donde radica su mayor sensación. Porque el texto puede ser decidor, pero nadie que no haya visto algo sobre las temáticas que trata este estilo periodístico, puede imaginar los hechos tal cual ocurrieron y menos aun sus resultados. La fotografía grafica y llama a comprar el medio cuando se extiende por toda la portada.
Son técnicas simples las utilizadas en este tipo de fotografía. No hay mayor composición que mostrar lo más nítidamente posible el resultado del delito o del accidente. Mostrar la herida. Sin embargo la preocupación al contrario de la fotografía forense, es magnificar el hecho, captarlo de manera que se vea más grande, más rojo, más terrible y doloroso.
Como siempre la discusión sobre lo ético de esto no debiera radicar en el ejercicio como tal, si no más bien en las condiciones sociales que permiten casos como la subsistencia de medios sin avisaje, que sobreviven netamente de sus ventas.
ILUMINANDO LOS PASAJES OSCUROS Y LOS ALCANTARILLADOS
Arthur Fellig, el primer y único fotógrafo al que le permitieron instalar una radio para recibir las transmisiones de la policía y bomberos; mas conocido como Weege, es la clásica imagen del fotógrafo de prensa del siglo pasado. Su apodo viene de la fonética de la palabra en ingles guija (queje board en ingles), en referencia a su capacidad casi sobrenatural de estar al tanto de todo lo que sucedía, tanto, que se dice que los mismo bomberos lo seguían para llegar mas rápido al lugar del suceso. La miseria y la marginación de Nueva York fueron el imaginario plasmado en sus trabajos.
Amigo de prostitutas y borrachos, dolor de cabeza de policías y funcionarios de gobierno, Fellig tradujo todo el sentir de los 30 con su lente. Eran años frenéticos de noches sin dormir, de horas de espera en su coche, en la calle o en sórdidos lugares, siempre preparado para captar todos los dramas inimaginables y publicar en la prensa las fotografías más impactantes. Al ver sus fotos podemos proyectar en diapositivas la literatura de Miller, sus imágenes en blanco y negro son un gran carnaval del exceso, del rechazo, de la sobreestimulación del individuo en la urbe, basta ver las consecuencias de todo un sistema en los antros más sórdidos de la noche.