Fotografía Post- Mortem

•23 abril 2009 • Deja un comentario

Los hechos son individualmente únicos, y encontramos en su anclaje histórico y cultural algo más que una huella. En cada suceso reside la evidencia de la existencia humana que lo nota y registra. La fotografía ha sabido bien encargarse de esta documentación, pues expresa y contiene en sí un fragmento de realidad.

 

La fotografía mortuoria se nos presenta como una práctica muy inusual en nuestra época, pero en otra época era una práctica cuyo valor llegó incluso a sobrepasar al del retrato ordinario.

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Desde la Edad Media la representación iconográfica se ha ocupado de nociones que hoy nos parecen macabras, pero que responden a una identidad cultural altamente relevante. Las pinturas, grabados y otras formas de arte de la época se ocupaban de representar la muerte, o al muerto, de algún modo u otro. Desde la mitad del siglo XIX, ya con el daguerrotipo, esta práctica era algo habitual.

 

Una Costumbre Antigua

 

Quizás porque era la manera más fehaciente de recordar al difunto, pero además porque era el resabio de una tradición cristiana muy antigua que se mantiene en nuestras raíces latinas como parte de nuestra herencia hispana. Antiguamente no existía el rechazo que sentimos hoy por una imagen de este tipo, ni mucho menos esta sensación culposa al respecto. Resulta muy interesante, de hecho, que este género fotográfico es el único que ha desaparecido casi totalmente, cuando la mayor parte de los otros, si bien se han adaptado o perdido parte de su sentido, continúan vigentes.

 

A lo largo de su trayectoria los medios de comunicación masiva no han escatimado en imágenes sobre las guerras, masacres, asesinatos o accidentes, y aunque hoy estas imágenes han perdido su cariz publicable, o noticioso, toneladas de agua han pasado bajo este puente, dejándonos inmunes o quizá habituados a la muerte masiva o pública. Contrariamente a esta muerte, es justamente la muerte privada la que hoy nos parece algo lúgubre o censurable. Sin embargo en el período decimonono las fotografías post mortem gozaban de un prestigio tal que llegaban a ser más costosas que el retrato común. Esto porque las condiciones de producción eran complicadas, pues incluían visitas a domicilio del fotógrafo y muchas veces una preparación ardua del cuerpo.padre_hijo_lorca_1870

 

Aunque la costumbre romántica acostumbraba a retratar al muerto como si durmiera -por todo un tema del carácter pacífico que implicaba la muerte para la familia-, la herencia medieval solía retratar el cadáver «como si este aún viviese». Esto implicaba un gran trabajo de maquillaje, vestimenta y un proceso de producción simbólica que demandaba una gran cantidad de trabajo. Posteriormente con la expansión de esta técnica, que en origen estaba reservada a las clases más altas y medias por su costo, los servicios fúnebres, a cargo ahora de empresas especializadas, incluían el maquillaje y preparación para la fotografía, liberando al fotógrafo o la familia de esta labor. Este intento de aparentar la vida significaba a veces la coloración manual de las copias de las fotografías.

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Posteriormente, y de la mano con la pérdida gradual de esta noción romántica de la muerte, la fotografía no necesitaba simular que el difunto estuviese vivo, sino que se contentaba con registrar el momento. Claramente esto significaba también la pérdida de una cierta noción de «arte» en el retrato, pues en muchos casos, ya sea por motivos estéticos, aunque mayoritariamente era un tema de tradiciones, los cadáveres y el sepelio total eran elaborados con suma precaución y cuidados, pues el registro debía representar al muerto, su potencia, el haber de su familia y básicamente captar su esencia total.

 

Cuerpo y Conservación

 

La condición misma de ser retratado pone siempre al cuerpo en una posición fundamental, pues constituye el objeto del retrato, y en ocasiones al sujeto mismo. Las sociedades tradicionalistas, que fueron responsables del alto sitio en que estaba el retrato mortuorio, no distinguen al cuerpo de la persona misma, a diferencia de la costumbre moderna o individualista posterior. Pero en aquella época el cuerpo tenía extrema importancia, y conservar el cuerpo era, de cierta manera, conservar a la persona. No es de extrañarnos entonces, la importancia de lograr un retrato óptimo del muerto, pues este trabaja casi como un objeto transicional, una manera de lidiar con el abandono de la persona, manejar la pérdida. Justamente es por esto aquella obsesión por captar más que un simple cuerpo, sino la esencia misma, la identidad, la persona, y en convertir a la imagen del muerto, en una «imagen viva».

 

Angelitos y escaleras de papel

 La costumbre cristiana nos enseña que la muerte de un niño bautizado le aseguraba al infante el paso directo al cielo para convertirse en un angelito. De ahí la costumbre antigua que aún existe en algunas zonas rurales de nuestro país, especialmente al sur, donde el velorio de los niños es mucho más que una simple reunión de familiares y coronas de flores. Los angelitos eran motivo de regocijo, pues al margen del dolor de los padres y familiares, significaba para la familia un vínculo directo con Dios, y alojarlo (el niño, vestido de blanco, maquillado, adornado con escaleras de papel al cielo) era trasladado de casa en casa para la celebración respetuosa de su fallecimiento. La fotografía de tal suceso es, por supuesto, una evidencia, un objeto de superación, y una muestra del vínculo con lo sagrado, por lo que es luego exhibida orgullosamente en los muros de la casa.

 

Actualmente, estas prácticas son todas consideradas vetustas, macabras o sencillamente patéticas, pero esto responde a varios elementos; por un lado está el hecho que al fotografía ya no tiene por labor captar estos momentos pues está traspasada a otra serie de hechos que registrar, pero sobretodo tiene que ver con el cambio que ha experimentado el significado de la muerte para la sociedad, que ya no la tolera como algo sagrado, sino como un tabú, y el cuerpo del muerto no es metonímicamente la misma persona, sino que se considera como un mero envase indigno de ser alabado.

 

Abu Ghraib: fotografía digital, tortura y arte.

 

Un caso no muy alejado de la temática fotografía y muerte, son las fotografías sacadas en la prisión Abu Ghraib en Irak.

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Se dice que la fotografía deja grabado un momento que ya pasó, y es en relación a tal hecho como debe ser juzgada. La fotografía de guerra en general puede ser interpretada desde varios ángulos, entendiéndola como un registro que involucra una acción de gran importancia social y por ende registro invaluable en cuanto justicia y memoria histórica. Además tal fotografía también es una creación artística que debe ser apreciada como tal. Dentro de esta conjugación, tales reproducciones deben ser observadas delicadamente.

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La muerte en la guerra es un mal soberano. Los participantes de esta tienen esa opción constantemente en su devenir. La vejación que implica la tortura dentro de la institucionalidad de la guerra en nuestros tiempos no es popularmente aceptada pero ocurre.

Los miembros del ejército de Estados Unidos que tomaron fotografías a los actos de tortura que realizaban, no lo hacían con la intencionalidad de un fotógrafo de guerra, lo hacían con una visión distendida y turística de lo que se estaba realizando. No era intención de ellos mandar las fotografías a medios de comunicación, solo eran registros de estatus personal que la calidad digital envió al resto del mundo. Y los ojos del mundo juzgaron tales actos.

 

Lo interesante de este caso es que fotografías, tal como se señaló anteriormente, que tienen como destino la entretención el registro de mirada turística y no la intencionalidad y fin que poseía la fotografía de guerra históricamente, sean entendidas primeramente por los noticiarios como un elemento de información y difusión y finalmente sean llevadas a exposiciones en museos en la misma calidad que los trabajos de fotógrafos especializados en el área. Quien captura es en este caso es el ejecutante  del hecho retratado y el artista es el castigado por motivo de su obra.

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Lo esencial de la fotografía en la crónica roja

La crónica roja existe desde los inicios de la prensa escrita. Sin embargo, las discusiones que sobre ella surgen se suscitan en el siglo XX, debido a la ética que establece el periodismo para su ejercicio.

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Lo cierto es que además de la morbosidad, obscenidad, marketing, etc., de la crónica roja, esta surge de lo que pasa en la calle y de un consumo notable por parte del lector. No es menor que sean los periódicos de pueblos pequeños, los que aun mantengan en la mayoría de sus planas la crónica roja con los nombres de los vecinos de la propia localidad, con un menor tipo de censura.

 

También es necesario recalcar que este tipo de prensa recurre a un lenguaje mucho más cercano al lector y de una manera lúdica que exagera la información para causar mayores sensaciones.

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Pero que es una narración de imágenes morbosas sin una muestra grafica de ellas. La fotografía en crónica roja es fundamental. Es donde radica su mayor sensación. Porque el texto puede ser decidor, pero nadie que no haya visto algo sobre las temáticas que trata este estilo periodístico, puede imaginar los hechos tal cual ocurrieron y menos aun sus resultados. La fotografía grafica y llama a comprar el medio cuando se extiende por toda la portada.

 

Son técnicas simples las utilizadas en este tipo de fotografía. No hay mayor composición que mostrar lo más nítidamente posible el resultado del delito o del accidente. Mostrar la herida. Sin embargo la preocupación al contrario de la fotografía forense, es magnificar el hecho, captarlo de manera que se vea más grande, más rojo, más terrible y doloroso.

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Como siempre la discusión sobre lo ético de esto no debiera radicar en el ejercicio como tal, si no más bien en las condiciones sociales que permiten casos como la subsistencia de medios sin avisaje, que sobreviven netamente de sus ventas.

 

 

 ILUMINANDO LOS PASAJES OSCUROS Y LOS ALCANTARILLADOS

 Arthur Fellig, el primer y único fotógrafo al que le permitieron instalar una radio para recibir las transmisiones de la policía y bomberos;  mas conocido como Weege, es la clásica imagen del fotógrafo de prensa del siglo pasado. Su apodo viene de la fonética de la palabra en ingles guija (queje board en ingles), en referencia a su capacidad casi sobrenatural de estar al tanto de todo lo que sucedía, tanto, que se dice que los mismo bomberos lo seguían para llegar mas rápido al lugar del suceso. La miseria y la marginación de Nueva York fueron el imaginario plasmado en sus trabajos.

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Amigo de prostitutas y borrachos, dolor de cabeza de policías y funcionarios de gobierno, Fellig tradujo todo el sentir de los 30 con su lente.  Eran años frenéticos de noches sin dormir, de horas de espera en su coche, en la calle o en sórdidos lugares, siempre preparado para captar todos los dramas inimaginables y publicar en la prensa las fotografías más impactantes. Al ver sus fotos podemos proyectar en diapositivas la literatura de Miller, sus imágenes en blanco y negro son un gran carnaval del exceso, del rechazo, de la sobreestimulación del individuo en la urbe, basta ver las consecuencias de todo un sistema en los antros más sórdidos de la noche.

Desde la fotografía industrial hacia una estética de la producción

•23 abril 2009 • Deja un comentario

Se presenta por estos días en el Centro Cultural Mapocho la exposición del reconocido fotógrafo chileno Luis Ladrón De Guevara, evento que lleva por nombre; » Desde la fotografía industrial hacia una estética de la producción», y es patrocinado por  El Centro Nacional del Patrimonio Fotográfico, es gratuita y se puede asistir toda la semana entre las 10 de la mañana hasta las 6 de la tarde

 

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Luís Ladrón de Guevara, (Vejle, Dinamarca, 1926), es principalmente un artista de corte industrial, interesado en la evolución de los métodos de producción, progreso que él documenta desde el principio  de los 40. Su extensa carrera le ha permitido plasmar aspectos muy diversos de la economía desde una mirada precisa, sutil, logrando captar con su lente el aura latente del mercado nacional.

 

La estética que logra fundar es renovadora, lúcida, en el peor de los casos; distinta. Logra trascender lo meramente industrial, su trabajo logra captar todo el corpus vivo del sistema, en una mezcla tanto orgánica como artificial. Trabajador y máquina, procesos de producción y medioambiente, todos postales deterministas del flujo de modernización que ha experimentado la economía chilena.

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La exposición, en suma,  es un recorrido minucioso a la dilatada carrera del fotógrafo. Su trabajo ha de ser reconocido como el retratador icónico de la débil, pero variante, industria nacional, tanto por su difusión de empresas en sus tiempos estatales, como  CORFO, IANSA, y CAP, como también gestor de memoria obrera y canonizador de la incipiente vida mecánica del país.

LA INVERSION DE LO OBSENO, EL LENTE DE JOEL-PETER WITKIN

•23 abril 2009 • Deja un comentario

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Solo ciertos grupos de avanzada de la sociedad, como la cultura y el arte, empiezan a rechazar las convenciones iluministas desde la segunda mitad del siglo 20. Intelectuales, artistas, poetas, renegaron vivir inmersos en la irreversible somnolencia de la razón práctica. Movimientos como el Futurismo en Italia, el Surrealismo en Francia, la generación beatnick en Estados Unidos, son ejemplos del autoexilio del mainstream reinante, representando una apreciación intelectual de ciertas «monstruosidades» en el mundo. Por supuesto, porque después de todo el monstruo es encantador; «Aníbal el caníbal» primero seduce a su presa, luego las devora. El mito de ciertos personajes suele basarse en alguna especie de degeneración salida de los desechos industriales.

 

Es por esto que muchos actores los reconocemos como «bellos y malditos». Con el síndrome de stockholmo la atrocidad logra su aura, que en términos warholianos se traduce en sus 15 minutos de fama. La pintura, el cine, la poesía, el arte como paradigma empieza a cohabitar con las deformaciones de la modernidad, se completa la inversión valórica: lo artístico se trasviste, lo que era feo, ahora es bello. Las atrocidades y las guerras perpetuadas en la primera mitad del siglo 20 rasgaron el velo de inocencia del «progreso ilimitado»; malestar que queda claramente evidenciado en el arte de posguerra para luego explotar con fuerza después de los cincuenta.

 

En fotografía, que se impuso a si misma como fenómeno de masa en esos años gracias a la proliferación en serie de revistas ilustradas, la cultura de la no estética persistió hasta bien entrado los años del Pop Art. Aparte de algún reportaje bélico o alguna medico-científica fotografía de investigación, aparentemente existió un persistente intento de esconder todo lo que no se conduciera con la normalidad concensuada. La internacionalista cultura de masas instigaba a las compañías multinacionales por imponer este status quo; con su vasto presupuesto para publicitar y vender mercancías, ellos neutralizaban estas manifestaciones sociales.

 

 Las editoriales y anunciadores implantaron políticas censuradoras de imprenta que hacían en la práctica imposible ahondar en tópicos controversiales. Pero la vertiente no decantó en el estancamiento, sino que lenta pero persistentemente comenzó a relucir en la superficie artística. Fenómenos, transexuales, nudistas, prostitutas, enanos y personas con síndromes de deficiencia empezaron a acaparar las miradas. Una variada gama de autores comenzó a profundizar en estas temáticas y exponerlas a través del papel fotográfico. La mayor parte de los últimos siglos estuvo marcada por la investigación científica y su aplicación tecnológica en orden de dominar la naturaleza. Ahora la cosa es distinta, es otro el enfoque. El hombre y su cuerpo.

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Y es ese exactamente el cuerpo el que literalmente rodó frente Joel-Peter Witkin cuando  solo tenía seis años de edad. Este aprendizaje de la experiencia fue dramático pero lucido, inspirador. Esto sucedió mientras se encontraba en la calle, en un choque de tres autos, donde la cabeza decapitada de una pequeña niña rodó hasta lo pies de Witkin. Los títulos de los trabajos de Witkin son por si mismo decidores: Hombre sin cabeza, Atrocité, Gemelos Siameses, Retrato de un enano… todos ellos emblemáticos. A pesar de cierta crudeza, bastante explicita en ciertos casos, sus imágenes han entablado un vínculo con el público, su trabajo es presentado en gigantescos museos alrededor del globo. Coleccionistas y críticos no cesan de agasajarlo con elogios.

 

 

Witkin golpea a la muerte mirándola directamente a los ojos. A través de sus imágenes nos hace sentir la pérdida, con nuestra vulnerable naturaleza de ser humano, tanto en carne como espíritu. No hace falta un estudio muy profundo de su obra para entrever como su contexto lo determina transversalmente. Sus imágenes son generadas por la crisis, la del proyecto occidental de la razón, que una vez venida abajo, deviene en miedo, tanto político como social, una crisis que permea toda la cosmovisión desmoronada en si misma.

 

 Witkin no hace una mera deformación de la imagen, sino una suerte de transferencia del terror, de la ansiedad, de las conductas atávicas, en un intento casi mitológico de dibujar en hechizos antiguos, creencias, leyendas. Su método no es para resistir fríamente la muerte y la descomposición, sino que, mostrando el cuerpo torturado y desecho, simboliza la metáfora de la absorción espiritual que es el proceso de la muerte, lo enseña para flexibilizarlo, para enseñarlo asequible, es el abrazar la muerte que se salva.

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En una sociedad que continuamente oculta su lado oscuro, que mantiene en una nebulosa su esencia violenta. Se agradece este trabajo del «otro lado». Para Witkin el proceso de negación de la cosmovisión es fundamental para el imaginario de su trabajo, una regeneración de lo anormal a través de su lente. En su lucidez, podemos entonces constatar que solo la continuación de este proceso de negación seguirá generando las represiones y obsesiones patológicas, la génesis de las fobias. Su trabajo más que  fotografía, es de corte pictórica, su producto nos habla como un cuadro lo haría. Un artista en todo el sentido de la palabra

La pérdida de un poder muy antiguo

•23 abril 2009 • Deja un comentario

jajajaEs sabido el impacto que puede tener una fotografía en una sociedad. Los medios impresos se han encargado de enseñarnos esa importancia, especialmente en situaciones de tensiones sociopolíticas, guerras, dictaduras, desastres naturales. La fotografía de muerte es uno de los géneros más directamente asociados con esta realidad. Especialmente en situaciones de gran envergadura, una imagen puede valer más que todas las palabras. Hasta la segunda guerra mundial los medios impresos no escatimaban en hacer uso de todo su poder y el impacto que podían generar estas imágenes.

Hoy, sin embargo, es muy difícil, casi imposible encontrar un cadáver en colores en las páginas de un periódico. Esto responde al hecho de que luego del holocausto antisemita, una gran cantidad de fotografías que mostraban los horrores que el régimen nazi dejó en los cuerpos de los judíos, los campos de concentración, las pilas de cadáveres que esperaban desnudos para ser quemados en una hoguera industrial, los mutilados en batallas… en fin, una cantidad enorme de material visual comenzóa  circular, y durante varios años, muchas veces usados como evidencia en los juicios contra los generales alemanes, y luego en muchas otras guerras.

 

La guerra de la tinta

A fines de la década de 1940 ya quedaban muy pocos lugares, prácticamente ninguno, donde no se hubieran presenciado estas imágenes. Hoy, esto nos parecería atroz, o imposible. Mientras escribimos este documento, presos de guerra en Irak son torturados e incluso asesinados. Poblaciones de todo el mundo están siendo atacadas por narcotraficantes, niños son golpeados hasta la muerte; el fin de la vida ocurre simultáneamente en miles de lugares y momentos, pero entonces, ¿por qué no tenemos fotografías de todo esto, por qué las guerras actuales son menos documentadas gráficamente que las de antaño?

 

Fue tal el impacto de las imágenes post segunda guerra mundial que algo sucedió, algo en el mundo hizo clic y dijo «ya no más, esto tiene que detenerse». Bueno pues; ojos que no ven, corazón que no siente. O lo que es igual, obturador que no capta, juzgado que no condena. Los gobiernos comenzaron a tomar en cuenta el poder de las imágenes y decidieron evitar esta propagación desdeñosa. Los ejércitos contemporáneos son muy cuidadosos respecto de a qué medios le dan sus entrevistas, qué pueden ver, y qué no. Saben bien que si se captura una imagen inculpadora, adiós financiamiento militar, adiós aprobación popular, adiós desfile triunfante por las avenidas de la capital.

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La guerra ideológica de mediados de siglo que buscaba enaltecer los derechos humanos se agarró de la tinta en sus páginas para mostrar las atrocidades, y hoy, como consecuencia, los medios tienen un gran veto a esto. Nadie quiere comprar un diario en cuya página central vamos a ver un torso agujereado por balas o cuchillos. No, gracias, queremos ver lo que realmente importa, los dibujos de Gay que parodian a Piñera y Frei, las últimas visitas al LucasBar del subprefecto de la policía de investigaciones.

¿Quién mierda va a gastar quinientos pesos para ver cadáveres de Centroamérica, devastados poblados en Sudáfrica, accidentes automovilísticos en la ruta 5-sur?

Recuerdo cuando era niño y el Mercurio no le hacía asco a mostrar el pavimento enrojecido por un choque a alta velocidad, o mostrar los cadáveres víctimas de un robo a mano armada, o cualquier otro nombre ridículo que los periódicos le ponen al espectáculo mortífero. ¿Qué llegó a pasar que ya nadie muestra esto?

 

Ningún medio va a mostrar algo que no será aceptado, y ya nadie acepta la muerte. Estamos anestesiados contra la muerte, ya no nos toca. Hemos visto tanta muerte, tanta guerra que ya no importa. Nuestro país sufrió un genocidio sistemático y meticuloso durante más de quince años; no nos hablen de desconocer la muerte. Una burbuja irrisoriamente gruesa y opaca sería necesaria para haber crecido en este país en los últimos 30 años sin saber de esto, y nos vemos convertidos hoy en figuras indemnes, anónimas, indiferentes. Es que ya vimos mucho. Aprovechemos nuestro tiempo en otras cosas, dediquemos a nuestros ojos la revisión de otros documentos, otras imágenes, otros formatos, otras ideas, otro, otro, otro, lo que se,a en verdad ya nadie quiere ver muertos de papel.

 

Un eufemismo visual

Existe en las políticas editoriales de hoy en día un acuerdo tácito conjunto, una colusión de no ensuciar sus páginas con rojo sangre. Así como los periodistas somos expertos en buscar eufemismos para no decir las cosas, también los medios tienen un eufemismo gráfico para las muertes. Han retornado al nivel de semiosis donde basta con representar los decesos para mantener las manos a la distancia libre de salpicaduras.

 

La única manera de ver hoy un cadáver es en un contexto que lo re-signifique; una obra de arte, una exposición, el último acto rupturista de ese artista conceptual tan aclamado en otros días, pero de muerte muerte, nada.

 

No es como que vayamos todos al kiosco para satisfacer nuestra morbosidad, pero, ¿qué ha pasado con la muerte que nos hace sentir tan culpables al mirarla?

¿Por qué tenemos que bancarnos todas las otras imágenes y no podemos ver un cadáver; Es que acaso nosotros lo matamos?

¿A tal punto llega la culpabilidad de nuestra sociedad que debemos tomar responsabilidad por todas las muertes que acontecen en nuestra vigilia?

 

Está bien; seamos hermanos, compartamos un sueño, un sistema económico, una manera de anclar las ideas, un idioma, una bandera, compartamos todo y cuando tengamos que promocionar nuestro proyecto, ¡ALZEMOS LAS VOCES!, pero cuidado con lo que muestras, si llegas a mostrar un cadáver, nos caemos todos al mismo hoyo, estamos todos amarrados a la misma cuerda, no tientes demasiado al resto con la sangre, porque les encanta, y una vez que empieces no va a haber un modo de parar.

 

La imagen de la muerte es un poder muy antiguo, lo usaban los reyes, los curas, los médicos, las figuras mitológicas, los dictadores. Cabezas de mongoles clavadas en picas en lo alto de una colina eran significado de no entrar, algo malo te va a pasar. No por nada el espantapájaros imita un cadáver, pero hoy, este poder está desvaneciendo lentamente. Está guardado, como arma secreta, tal vez, por parte de los grandes medios, y cuando sea necesario lo volveremos a usar, cuando nuestra anestesia deje de surtir efecto, o cuando decidamos enfrentar la realidad mortal en que nos encontramos. Sí, hay una muerte, un fin a nuestros días, y no es un descanso pacífico y romántico como pensaban los maricones idealistas de hace doscientos años, es una cuestión sangrienta y fea. Da asco verla, y aún así, es necesario, porque todos compartimos la misma condición, sin importar dónde esté nuestra figurilla en el esquema que hemos hecho del mundo. Todos morimos igual; muertos.

Las líneas de Antonio Quintana

•23 abril 2009 • Deja un comentario

El Museo de Arte Contemporáneo pone en sus muros una escueta exposición de las fotografías de Antonio Quintana, quien es considerado un gran exponente chileno en el arte de capturar.

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Son fotografías inéditas las que componen la exhibición. Veintitrés imágenes que muestran un experto en composición, sobre todo con el manejo de las líneas y sombras. Las texturas nos muestran un paisaje chileno caracterizado por el metal, no hay nada ostentoso en sus imágenes, hay trabajadores y maquinarias pesadas, pajareras y volantinas.

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Las líneas y sombras en sus fotografías se muestran de manera muy clara y entretienen al visitante que mira de un lado para otro el cuadrado. Todas poseen una familiaridad, son imágenes cotidianas, que nos trasladan a nuestro mismo alrededor.

sombras_chCon una mirada rápida por el salón es fácil reconocer una fotografía que no encaja, es «Huérfanos de noche», la única reproducción nocturna y que no sigue el estilo de composición del resto de las imágenes del autor moderno, no hay sombras ni líneas notorias. No así como la fotografía «Secando Redes» que es una hermosa composición de textura, de sombras y con una perspectiva que otorga una idea de continuidad.

 

Las fotografías son parte del archivo Andrés Bello de la Universidad de Chile, institución en la cual Quintana se desarrollo como profesor.

Luis Cisterna, Fotógrafo de Curanilahue:“La gente ya no paga por sus fotos, menos por la de sus muertos”

•23 abril 2009 • Deja un comentario
El sur de Chile es un lugar muy ambiguo. Desde santiago, cualquier pueblo más allá de Rancagua suena a sur, pero lo cierto es que ese sector, «el sur», es el hogar de muchos pueblos y tradiciones antiguas.

Dos horas al sur de Concepción, entre los cerros carcomidos por las empresas forestales y los mares concesionados a las pesqueras hay un grupo de poblados que luchan por progresar, o lo que es lo mismo; moribundos.

 

Curanilahue es uno de esos pueblos, que junto a Los Alamos, Llico, Tubul y otras provincias más irreales se encuentran perdidas en una bruma sin tiempo, donde coexisten las más antiguas tradiciones con los últimos rasgos del mundo moderno. Alabar viejas fotos de niños muertos, llevarle el «humor» a las machis para detectar enfermedades, usar la última tecnología para talar pinos y extraer peces del océano, todo habita mutuamente sin tener una clara relación ni una funcionalidad adecuada.

 

La explicación más sencilla es que todos estos pueblos fueron grandes proyectos alguna vez y luego se abandonaron, alguien vino con un computador, alguien lo robó, alguien trajo un auto, alguien arregló su carreta, alguien compro una Lumix para el matrimonio de la niña María, alguien llamó al fotógrafo antiguo para la primera comunión del hijo.

 

Luis Cisterna Quilaqueo, o el «Kilo y medio» como le conocen -apodo extraño, pues nada en su rostro se asemeja a uno, uno y medio, o ningún kilo- es quizás el último fotógrafo de Curanilahue que aún trabaja de modo análogo, aunque tuvo que cerrar su laboratorio hace más de una década con la llegada de la primera -y última- casa fotográfica al pueblo. Hoy sigue como hace tantos años recorriendo las calles en su bicicleta con su cámara en la parrilla y su cabeza canosa bajo la boina negra.

 

Aunque su traza mapuche lo hace mantenerse inmune al envejecimiento, salvo un par de canas y arrugas en los ojos, Luis Cisterna debe bordear los sesenta años. Se ve hoy exactamente igual, sino más aún, que hace quince o veinte años. Ya en ese entonces tenía canas en las patillas, boina negra, una obligatoria y brillante casaca de cuero negra y una sonrisa invariable, de la que se valía para montar niños en su caballito embalsamado y tomarles fotos con la polaroid. Por supuesto que esta práctica duró poco, pues las fotos eran de muy mala calidad y al cabo de un par de años se convertían en un vestigio amarillento.

 

Lo más común entre mediados de los ochenta y fines de los noventa era verlo en su bicicleta asistiendo a eventos municipales, graduaciones, torneos de básquetbol, y actos en la plaza. Ahí, hasta hoy, aunque con mucho menos éxito, don Luis extiende una sonrisa, una foto mal balanceada y una mano pidiendo la paga digna -nunca fue barato, pero el hombre tenía que comer.

 

 

-¿Por qué se hizo fotógrafo?

-Por necesidad, la verdad. Cuando se cerraron las minas yo tenía un problema en la espalda como para seguir en los pirquenes y mi tío tenía una cámara con la que me dejaba jugar cuando chico, así que se la compré, me enseñó a revelar, aunque nunca me gustó mucho, muy hediondo -hace un gesto de desaprobación- y así nomás empecé.

 

-¿Pero eso fue en los ochenta, cierto? Ya había fotógrafos en esa época.

-No, o sea, había un caballero de Lota que venía a veces en los veranos, pero un fotógrafo así estable ya no había. Con el Golpe la gente ya no se sacaba fotos, les daba miedo porque decían que los podían acusar de algo. Todos andaban como con miedo hasta de las cámaras entonces. El único que también sacaba fotos por plata era un profesor de inglés, uno alto con cara de muerto. Pero se retiró cuando yo empecé a usar el trípode porque la gente me veía como más profesional. Esto era ahí en 1993 más o menos.

 

-Hoy casi nadie se sigue sacando fotos como antes. ¿Sigue siendo un trabajo rentable o se convirtió más bien una especie «amor al arte»?

-Hubo un tiempo en que me iba bien y ahí me hice buena plata, pero de eso ya no me queda nada, porque tenía que cobrar caro y cuando llegó la Casa Orellana ellos mismos revelaban así que yo esa pega ya no la pude seguir haciendo. Antes lo que hacía era tomar las fotos y las llevaba a Concepción para traerlas. Las fotos a blanco y negro las hacía yo mismo, pero eso a poca gente le gustaban porque decían que era como de pobre, y la verdad es que hay que tener un laboratorio mejor que el que tengo. Ahora la verdad es que me alcanza lo justo nomás, y tengo que hacer otras peguitas de repente, así que de amor tiene harto. No sé sea un arte, nunca me he creído mucho el artista, yo pienso siempre que esto es más como un peluquero, o un abogado: Tiene que haber uno en cada lugar porque es esencial para las personas, en todos lados hay uno, es como la viuda del pueblo.

 

-Las fotografías que ha tomado durante estos años registran un pedazo de la historia de Curanilahue, de las personas más que de la ciudad misma. ¿Nunca ha pensado en hacer alguna especie de tarea recopilatoria de estos años, de dejar alguna evidencia o un memorial?

-Hace harto tiempo vino un profesor de historia de concepción que me dijo lo mismo, que quería hacer un libro, así que lo llevé a mi casa y le mostré mis fotos. No le gustaron, dijo que eran muy simples. Mira, ¿quieres saber la verdad? Todos esos libros, yo tengo hartos que me regalan o me compro cuando voy a Conce, y las fotos son bonitas y todos. Incluso en un tiempo me puse a hacer fotos de las casas viejas, las minas cerradas, las calles… tengo hartas bien bonitas, pero la verdad es que todas las fotos de esos libros no son verdaderas. No son originales, son todas iguales, fotos de lugares, fotos en blanco y negro con harto contraste y bien granuladas, pero a mí se me hacen muy parecidas. La gente de Curanilahue, la gente de Arauco, de Cañete, son personas distintas, ellos tienen otra visión de las cosas, les guista tener las fotos de sus hijos, sus nietos, no sus casas y los hoyos de la calle. Nadie va a pagar por eso, y tampoco tengo tanta visión artista para sacar esas fotos. Me gustan las fotos del campo, de la gente del campo, pero no voy a sacar fotos de mentira para ponerlas en un libro.

 

-¿Qué tradición antigua de foto se ha perdido? ¿Alguna vez le tocó sacarle fotos a un muerto, o a un funeral, como se sacaban antes, cuando se maquillaban a los muertos incluso?

-A mí personalmente nunca me tocó sacarle fotos a un finado, aunque si hice varios angelitos para gente de los cerros principalmente. Es que esa tradición como que se ha perdido, la gente ahora con las cámaras digitales ya no paga por sacarse fotos, menos va a gastar en sacarle a los muertos. Es que también ya no se hace, como que le da vergüenza, o miedo, yo no sé la verdad.

Cuando yo era chico se usaba harto eso, se le sacaban fotos a los muertos en las puertas de las casas, me acuerdo yo. A mi abuelo le sacaron una así donde tenía los cachetes rosados, pero yo nunca hice una de esas. De funerales si he sacado hartas, aunque cada vez menos. Cuando murió don Fermín -F. Fierro, alcalde en 3 ocasiones que falleció a sus setenta y tantos años en un funeral muy acontecido- harta gente le sacó fotos, los del diario Renacer, unos cabros jóvenes, yo también saqué de la gente subiendo al cementerio y de la misa, pero casi nadie sigue con esas fotos. Para eso hay que ir más al sur, al campo, donde la gente todavía hace eso.

 

-Las fotos de ahora, considerando las digitales, la pérdida de la foto análoga y los cambios de soportes, ¿son igual de importantes que las que se sacaban antes?

-Las fotos nunca son de ahora, no son de nada hasta que pasa harto tiempo y ahí sí son fotos. Eso de la cámara digital, que el celular, está bien y todo, pero yo creo que la foto análoga sigue siendo más importante, porque el papel es como tener el momento, a la persona, ahí mismo. La foto análoga va a volver, pero va a pasar harto tiempo antes de que eso pase.